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A simple vista

Te ha echado polvos Anthony Blake

Cuánto hace que no dices «me aburro», te tiras un buen rato en el sofá pensando qué hacer con tu vida y luego -acaso- decides abrir un cajón y revolver entre las cosas que te hicieron feliz hace poco

Un usuario, mirando TikTok.
Un usuario, mirando TikTok.
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Uno de cada cinco jóvenes españoles pasa más de dos horas al día en TikTok. Dos horas al día son más de 700 horas al año. Dos horas al día equivalen a estar un mes entero (con sus noches incluidas) hipnotizado viendo vídeos de bailes, regates o caídas. Dedito arriba. Dedito abajo. El córtex prefrontal como una tostadora.

Así que, de los 12 meses que tiene el año, chaval, tú puedes tirarte uno sin salir de ahí.

Así que, si llegas a octogenario -pongamos-, tú puedes haberte tirado siete años solo en esa red social -nada más que ahí, un poco con la boca abierta y un poco con los ojos glaucos-, lo mismo que si Anthony Blake te hubiese echado unos polvos (entiéndase bien la imagen).

Siete años. Solo en TikTok. Uno de cada cinco.

En siete años, te puedes hacer Medicina, chaval; leerte entre 300 y 400 novelas; escribir un libro malo (algo que es dificilísimo, decía Iñaki Uriarte); convertirte en un excelso cocinero o planear el atraco perfecto al Banco de Londres. Pero tú, nada. En tus vídeos. En tu deriva. En tu huida. En tu militante autojibarización.

Cuánto hace que no te aburres, chaval. Cuánto hace que no te aburres, no dices «me aburro» y luego te tiras un buen rato en el sofá pensando qué hacer con tu vida. Cuánto hace que no te aburres, no dices «me aburro», te tiras un buen rato en el sofá pensando qué hacer con tu vida y luego -acaso- decides abrir un cajón y revolver entre las cosas que te hicieron feliz hace poco.

(...)

Australia acaba de prohibir el acceso a Instagram, Facebook, X y TikTok a los menores de 16 años. Habrá quien diga que la medida se toma más lejos (a 15.744 kilómetros de España), pero es que la necesidad de una medida similar aquí la estamos viendo a medio metro de distancia en el salón.

Escribe Sherry Turkle: «Nos llevan a pensar que estar siempre conectados va a hacer que estemos menos solos. Y corremos un grave peligro, porque la realidad es justo la contraria: si no somos capaces de estar solos, acabaremos llevando vidas más solitarias. Y si no enseñamos a nuestros hijos a estar solos, lo único que sabrán hacer es llevar vidas solitarias».

A veces pienso si el daño causado en las circunvalaciones cerebrales de los chicos (y de los no tan chicos) podrá restañarse o habrá dejado una tara indeleble, si las consecuencias en los lóbulos frontal, parietal, temporal y occipital serán las marcas imborrables de los pagafantas digitales que fuimos, que estamos siendo, que sois.

Vamos cada vez más rápido. Hacia un lugar incierto.

A mí todo esto me recuerda a aquella conversación inaugural de Grimmish, el hermoso y extraño libro de Michael Winkler sobre Joe Grim, un púgil italoamericano de principio del siglo XX conocido por aguantar las palizas como nadie.

-Enfermera, ¿adónde vamos?

-Al depósito de cadáveres.

-Pero todavía no estoy muerto.

-Bueno, todavía no hemos llegado.